Wednesday, October 5, 2011

Ugali para cenar

Hoy ha sido un gran día. Nos han invitado a cenar. Ha sido una experiencia cargada de emociones contradictorias: penas y alegrias. Ha sido una cena en familia con los 12 niños de la misma casa. Todos alrededor de la mesa donde apenas se veía nada. La abuela, cansada, se retiraba a su cuarto. La comida la hacían las niñas. Nada complicado. Ugali, un puchero de maíz con agua, aspecto de puré de patatas, pero con sabor a... ¡¡¡¡Nada!!!! Comemos en platos de metal. Solo dos cucharas, las nuestras. Las copas de agua son las botellas vacías. La luz, la lámpara solar que apenas parece una cerilla. Nos sentamos a la mesa. Las niñas nos piden que nosotras sirvamos. Somos sus madres este día. Así nos ven. Mientras comemos, los mas pequeños aprovechan y hacen los deberes en una esquina. Los mayores, entre 16 y 19 años, cenan con nosotros. Al principio están más serios y callados, finalmente se integran. Nos sacan un libro, un Atlas, y nos piden que hablemos de nuestros países. Nos miran con ilusión pues para ellos es como si fuera el mejor de los cuentos. Quieren ver nuestras fotos, saber de los nuestros, en dónde vivimos, qué hacemos y a qué nos dedicamos. No encuentras palabras para contárselo. No quieres que se sientan menos. Disfrutan como locos al poder escucharnos y comprenderlo. Ponen cara de ensueño y alguno nos dice que de mayor quieren ser “voluntario”. “Voluntarios” son lo único que conocen del “otro mundo”. Somos, para ellos, los que más viajamos, los que venimos a visitarlos, a trabajar con ellos. Es como si dijeras Ingeniero. Se nos ocurre hacernos una foto, y entonces ya es el desenfreno. Todos quieren una, pero repetida con cada libro o cada cuaderno. De frente, de lado, todos juntos, o solos o con un hermano…. Al final de la noche, hemos tomado miles de fotos. No sé por qué se divierten tanto. Creo que es porque nunca se han visto retratados. Cuando se ven, se mueren de risa. Desde el grande hasta el más enano. A todos les divierte como si fuera el mejor regalo. Ha sido tal el estruendo, que el guardia de seguridad se presentó para saber por qué era el jaleo. Así ha pasado la noche. Han dado las 11:00 y a estas horas no hay quien ande por estos caminos tan oscuros y abandonados. No hay en el campo un alma. No se ve ni una hoguera. Se oyen ruidos, pero todos muy poco tranquilizadores. Veinte minutos nos separan del “convento”. Muertas de miedo, agarradas a una linterna, nos vamos a nuestra casa. Andamos calladas y con el corazón encogido, no solo por el miedo, sino por las emociones del momento. Todos esos niños huérfanos… Ninguno tiene padres. Hoy he notado cuánto les echan de menos.