Friday, October 28, 2011

Cómo no vamos a quererlos

Hemos hablado de nosotras, de a dónde vamos y de qué hacemos. Hemos hablado de las casas, del colegio, del fuego, pero todavía nos queda mucho que contar de los huérfanos. Todos estos niños, más de 800, todos son huérfanos. Unos llevan aquí casi seis años. Otros acaban de llegar, pero todos están marcados por un destino que ellos no han elegido. Aquí el que no esta infectado, esta afectado por esta terrible enfermedad.

Muchas veces al verlos tan contentos y corriendo detrás nuestro se nos olvida que no tiene madre, pero cuando nos encontramos a un pequeño llorando porque algún niño le ha pegado o porque está enfermo piensas enseguida que los pobres no tienen quien pueda darles consuelo. Te acercas a ellos y les das la mano. Ellos se te pegan como con vergüenza. Te agarran del brazo o de la pierna y te abrazan con tanta fuerza que es imposible no quererlos. Y mira que nos lo dijeron, aquí no hay que encariñarse. Sobre todo por ellos, pues luego nos marchamos y les dejamos tirados de nuevo. Pero resulta difícil no quererlos.

Nos encariñamos de Benson, el niño del taca-taca, con sus carcajadas y gritos cuando oye que alguien le llama. De Dorcan, su hermana, la enana que cuando llegamos lloraba porque le asustábamos los blancos. Compartía su comida con los pollos y el gato y ahora nos tiene a las dos totalmente hechizadas. De Casistar, la hermana postiza que le ha caído a estos niños en su nueva familia, que a sus 15 años hace más de madre que de niña. Del bebe que al poco de nacer murió su madre y que cuando Nyumbani le rescató, sus hermanos la tenían tapada con las hojas de un banano.

Nos encariñamos de la enana que nos encontramos la semana pasada. Tenía la cara seria, una mirada muy perdida y ni siquiera nos seguía. Preguntamos quien era y alguno de sus vecinos de casa ni lo sabían. Resulta que esa niña era nueva. Llevaba menos de dos semanas y todavía no se había acostumbrado, no precisamente a vivir en el Village, sino a su “nueva familia” . De repente, sin madre, casa nueva, hermanos nuevos y nuevo también el colegio. A una niña tan pequeña le cuesta por fuerza digerir tanto sufrimiento. Solo por darle la mano nos dedicó una mirada con tal sentimiento que nos recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.
Nos encariñamos de Cristóbal, el niño de la cara triste, que ahora ya no está triste. Feito pero que mono y que rico. Es el que jugaba con una lata empujándola con una rama. Estaba muy serio el día que le conocimos. Nos miraba con algo de miedo. Ahora, cuando vamos al colegio, salta por encima de todos para que le miremos. Y con solo eso, ya está contento. Del “carasucia”, un niño solitario que vive en una casa cercana a nuestro “convento” . Siempre está esperando a que pasemos para tirarse al suelo, rebozarse un poco más en el barro a ver si así lo cogemos.
Nos encariñamos del niño que lloraba en medio del camino. No había nadie ni sabíamos en que casa vivía. Lo cogimos en brazos, y en casi un par de segundos, dejó de llorar. Se acurrucó y se quedó dormido. Nos encariñamos de las niñas que acarreaban la leña en la espalda. Resignadas, pero tan contentas, y que nada mas llegar a casa, descargaban y corriendo iban de vuelta con sus gomas a recoger mas leña.
Nos encariñamos de las chicas, las teenagers, con las que charlamos en el colegio a la hora del recreo. Las que nos preguntan de todo porque no saben de nada. Las que se ríen aunque estén muy avergonzadas. Ojala asimilen algo de lo que le hemos hablado, pues están en una edad muy complicada.
Nos encariñamos de Jonathan que quiere ser ingeniero, de Emmanuel el de la guitarra, de Doringa la cantante, de las niñas que venían a bailar al convento, de Martha que tiene que aguantar las fiebres cada 8 o 12 semanas, de Annah que quiere dedicarse a la enseñanza, de Faith y Ruth con sus trajes de Blanca Nieves y de princesa, respectivamente. Que viejos los tiene pero que contentas los llevan. Nos encariñamos del niño que llevaba puesta una camiseta vieja con unos dibujos de huellas de animales que me suena. Seguro que es una de las que mi hijo desechó hace ya casi una década. No sé si será la misma, pero no me extrañaría nada, pues seguro que aquí viene a parar toda nuestra ropa vieja.
Nos encariñamos de los chicos que después del colegio juegan medio descalzos al fútbol en el descampado. Y de los otros, de los que ahora no les toca jugar, pero que aprovechaban la diversión como espectadores. Todos están subidos en los árboles de los alrededores. Nos encariñamos de los niños que vienen corriendo a pedirnos las botellas de agua vacía para reponer las suyas viejas y agujereadas. Botellas que utilizan para ir al establo a recoger su ración de leche diaria.
Nos encariñamos de todos esos niños que siempre van descalzos, pues la mayoría por no tener no tienen ni zapatos. De esos que llevaban las chanclas rotas, desparejadas, o incluso de aquel niño con una bota y una sandalia. Creíamos que llevaba la pierna rota y escayolada y le preguntamos qué le pasaba. No le pasaba nada, solo llevaba puesto lo único que tenía en casa.
Nos encariñamos de Kalonso, el niño que conocimos durante la primera semana. Estaba enfermo y solo en la puerta de su casa con cara de pena. Nos acercamos, le preguntamos. No entendía nada, pero nos miraba con lástima y se señalaba la garganta. Le dimos la mano. Nos miró extrañado, pero se agarró a nuestro brazo y se lo acercó a la cara. Este niño nos enseñó desde ese momento que no hacen falta palabras, que lo que más necesitan es el cariño, las caricias y los abrazos. Desde entonces cada vez que vemos a un enano que está triste, solo o apartado, lo cogemos y lo achuchamos todo lo que podemos. Hay otros que no hace falta que vayamos a por ellos, pues son mas atrevidos y ellos solitos se nos tiran en picado. Les extraña nuestra piel, nuestra cara, nuestro pelo, nuestro olor, nuestro acento. Les gusta acompañarnos, que les hablemos, que les cantemos, que les imitemos . Les encanta las cosquillas, los lapices, las chocolatinas....
La verdad es que nos hemos acostumbrado mucho a ellos, y por eso los sábados y domingos son los días que mas disfrutamos, porque es cuando mas los vemos. Salimos a verlos y en seguida se ponen contentos. Saludas en su idioma y no hay ni uno que no te responda. Todos estos niños que solo porque le demos un abrazo, corren detrás nuestro, nos dan la mano, nos tocan los brazos, nos tiran del pelo ( y eso que lo hemos cortado). Pero sobre todo nos dedican esas sonrisas tan francas y espontáneas, que nos siguen dejando sin aliento. ¿Cómo no vamos a quererlos?